Jhon

Ya el sol se había ocultado por completo. Hacía un poco de frío. Los últimos rayos de sol se perdieron hace varios minutos atrás y ahora la noche brillaba en su esplendor. Iba manejando, escuchando algo de música y pensando en todas la bendiciones que tengo en mi vida. En lo bueno que Dios es conmigo. Me sentí muy agradecido. Manejaba lentamente, perdido en el espacio de mis pensamientos. De pronto, en una esquina, vi a un grupo de tres niños esperando a que el semáforo se ponga en rojo para correr a limpiar los parabrisas de los autos. Imagino que sabían muy bien lo que les esperaba: Personas diciéndoles «no limpies» con desprecio desde el otro lado del vidrio, otros moviendo su limpia-parabrisas para que no se acerquen y mirándolos con disgusto. Lo de siempre. Pero quizás la sola esperanza de recibir una monedita, aunque sea con gesto de desprecio, los mantenía en aquella esquina.

En mi mente se dibujaron una serie de conflictos. Por qué yo tenía tantas bendiciones mientras aquellos niños pasarían una fría noche mas bajo algún puente? Por qué yo pude ir al colegio, estudiar y divertirme en los recreos con mis amiguitos mientras aquellos niños tienen que inhalar clefa para engañar a su estomago que grita de desesperación por recibir algún alimento? Yo no hice ningún mérito para merecerlo, simplemente de niño no tenía otra preocupación más que divertirme.

Unas cuadras más adelante un semáforo me mostró su luz roja. Me detuve y vi a un muchachito correr presurosamente y ponerse en mi delante. Yo era el único parado bajo aquel semáforo. En sus manos llevaba tres bolitas casi sin forma redonda. Torpemente lanzó las bolitas al aire e intentó hacer malabarismos con ellas. No pudo mantenerlas mucho tiempo en el aire antes de que una se le cayera. Nuevamente intentó mantener las tres bolitas flotando en el aire, pero tampoco tuvo mucha suerte. No era muy bueno. Se podía ver su frustración en sus ojos. Recogió sus tres bolitas y se acercó para pedir alguna moneda. Su rostro mostraba verguenza, como quien se siente indigno de recibir algo después de una mala actuación. Miraba el suelo mientras se acercaba.

– Tienes hambre? – le pregunté.
– Ehh… sss… si – me dijo un tanto extrañado mientras levantaba la mirada del suelo.
– Qué tal si vamos a comer algo?
– Ya!
– Dale, subí al auto y vamos.
– Esperame un ratito – se fue corriendo hasta la esquina y volvió con una bolsita con algunos juguetes rotos y una pelota vieja y pinchada – Vamos – me dijo.
– Vamos. Cómo te llamas?
– Jhon.
– Vamos Jhon.

Subió al auto y emprendimos el viaje hasta un centro de comida. El muchacho al principio no quiso acercarse al mostrador de comida, sino que me pidió que yo comprara algo mientras él esperaba un poco mas lejos. Cuando le pregunté por qué me dijo que a la gente no le gusta que él se acerque, que lo tratan mal por la forma en la que va vestido y por su olor, y los dueños de la venta de comida le dicen que se vaya porque espanta a la gente. Eso me molestó bastante, a veces somos tan superficiales y no damos un trato justo a quienes no encajan en nuestros parámetros de “nivel social”. Tratando de mantener la calma le dije «no te preocupes, vamos, no va pasar nada». Tímidamente me siguió. Ordenamos algo. Charlamos un poco. Y, finalmente emprendimos el viaje de retorno. Todo el camino me fue contando cómo era su vida, cómo fue su niñez, sus amigos, su familia, la chica que le gustaba, dónde pasaba las frías noches de invierno, etc.

Durante la charla, yo le intervenía para darle uno que otro consejo. Le decía que la inhalar clefa es malo, al igual que beber alcohol y robar. Me contaba que eran sus amistades que lo llevaban a hacer estas cosas, que él no quería hacerlo. Finalmente, luego de una agradable conversación y de haberle dado algunos útiles consejos, lo dejé en una plaza y me fui a mi casa. Me sentía muy feliz por lo que había hecho. Llegué a casa y empecé a orar, a hablar con Dios sobre lo que había pasado, sobre el buen momento que pasé ayudando a ese muchacho.

Fue entonces cuando comencé a sentirme un desastre total. Como si una voz me dijera: Hipócrita. Me sentí como aquellos fariseos que sólo hacían buenas obras para sentirse bien consigo mismo, para aparentar ser espirituales, pero por dentro estaban muertos. En ningún momento intenté brindarle amor, quizás poner mi mano sobre su hombro y decirle «hey, Dios te ama» y mostrarle una sonrisa. No, en vez de eso me dedique a darle consejos. Si, eso que los Cristianos siempre hacemos. Que bien se siente dar consejos cuando estas en una situación favorable, verdad? Decirle a un niño de la calle «no robes» cuando tus papás siempre pusieron algo en la mesa para que comas y no tuviste la necesidad de hacerlo. Cuando tú no eres considerado un “estorbo” en la sociedad.

El mundo no necesita de nuestros consejos, no necesita personas que le digan que hacer. No, el mundo necesita alguien que lo ame con sinceridad. Tus amigos no necesitan alguien que quiera darles las respuestas a sus problemas. Por eso los Cristianos resultamos tan irritables, porque vamos con esa actitud de “tú eres un pecador. Estas en la oscuridad”. Tus amigos necesitan alguien que los apoye incondicionalmente. Que los ame. Que refleje a Cristo… cómo lo verán sino?

Creo que no hemos entendido muy bien el tema de “compartir a Cristo”. Predicamos únicamente con nuestras palabras, con nuestros consejos vacíos, a tal punto que caemos en “humanismo”, nada de vida. Pero cuando se trata de negarnos a nosotros mismos, a nuestra comodidad por amor a otros… ya no hay tanto amor. Si tan sólo, en vez de preguntarnos por qué algunos no tienen ciertas bendiciones, usaríamos aquello con lo cuál fuimos bendecidos para alegrar la vida de otros, para amarlos… Si tan sólo podríamos ser como aquella primera iglesia que tenía todas las cosas en común. Todas.

Hace unos años un amigo me dijo «no me gusta darle una moneda a los niños pobres, prefiero regalarle una sonrisa, jugar algo con él. A las pocas horas se olvidará de alguien más que le regaló una moneda, pero quizás recuerde de por vida aquella vez que alguien le hizo sentir importante». Tiempo después nos encontrábamos con este mismo amigo tomando un helado y charlando, cuando vino un niño a pedir una moneda. Mi amigo, muy consecuente con sus palabras, le sonrió y le dijo «hola! quieres una empanadita con helado?» – Si! – respondió el niño muy alegre. «Gracias» le dijo con una sonrisa tímida cuando recibió su empanadita, mi amigo frotó la cabeza del niño, como despeinándolo y sonriendole le dijo «de nada… cómo te llamas?». Jamás olvidaré la expresión de aquel niño. Su sonrisa tímida se convirtió en una sonrisa llena de ilusiones, como si podría conquistar el mundo entero, como si no habría nadie mas especial que él. Sus ojos miraban, perdidos, el espacio y la sonrisa no se le perdía. Esa mirada picarona de alguien que es muy feliz, aunque sea sólo por un instante.

Si volvería a encontrarme con Jhon quizás no le llevaría a comer algo sino a jugar bolos o billar. Quizás no le daría muchos consejos sino que le contaría mis dos mejores chistes. Quizás no intentaría ser un “proveedor” para él sino intentaría ser su amigo.

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