Tartamudo en el corazón

«Es como una luz que nos devuelve la esperanza; Es un regalo de Dios» dijeron muchos tartamudos después de ver la película “El discurso del rey”. No fue poca la revuelta que se armó entre los tartamudos, quienes elogiaban y agradecían a los creadores de la ganadora de cuatros Oscars y un Globo de Oro.

Debo reconocer que a mí la película me molestó muchísimo. El rey Jorge VI está apunto de declarar la guerra mas estúpida y sangrienta de la historia, y tiene, en el otro bando, a uno de los psicópatas más enfermeros que la tierra ha parido: Hitler. Estamos hablando de una situación devastadora y trascendental.

Sin embargo, nuestro querido Jorge VI está más preocupado por algo casi insignificante: es torpe para hablar. Abre la boca y las palabras se le traban. Es tartamudo. Es difícil entender como alguien puede darle tanta importancia a algo efímero cuando de frente tiene algo realmente relevante y real: una guerra, no como sus temores fantasiosos. Finalmente Jorge VI da su discurso en cual la guerra es declarada, y se siente muy feliz por haberlo hecho de forma fluida, por hablar casi sin tartamudear. Su familia está feliz, sus amigos están contentos, su terapeuta está alegre: Jorge pudo dar su discurso con normalidad. No Jorgito, deberías estar llorando, no hay nada que celebrar, tu tartamudez no tiene trascendencia alguna, es sólo un discurso. En cambio, algo realmente horroroso acaba de suceder y tú no le das importancia porque acabas de “hablar bien” en público. Que ridiculez. Que cobardía.

Algún tartamudo dirá «tú no entiendes lo que se siente». Todo lo contrario. Tengo el habla totalmente bloqueada. Y la razón por la que me molesta ver la película es porque puedo ver todos mis miedos y temores reflejados en Jorge VI. Dicen por ahí que las verdades duelen. Como tartamudos estamos tan preocupados por cómo van a salir las palabras que dejamos a un lado las cosas que realmente importan. En el afán de aparentar ser “normales” dejamos a un lado nuestro corazón. Una muerte sin cadáver.

«Si dejara de tartamudear sería feliz» dicen muchísimos tartamudos. No amigos, no lo serían. Pero en cambio, si serían felices quizás dejarían de tartamudear. O, lo que es mejor aún, no importaría en lo absoluto.

El verdadero asunto tiene poco que ver con la tartamudez. El miedo a tartamudear es muy parecido al que una persona con sobrepeso tiene al ir a la playa en traje de baño, o ponerse un vestido de gala para una fiesta importante, porque claro, los rollitos que están demás brillaran en su esplendor y nos expondrán a la burla y a la verguenza. O el temor de un bizco de mirarte a los ojos fijamente, el miedo de alguien con los dientes chuecos y podridos a reírse con libertad, el miedo de hablarle a una chica de quien no se siente atractivo, el miedo de hacer amistades de alguien que no se siente popular, etc, etc, ETC. En cierto modo, todos tenemos algún temor que nos paraliza, que nos bloquea. En cierto modo, todos somos tartamudos en el corazón.

El problema, una vez más, radica en nuestro corazón. En aquel orgullo que se aferra a ser alguien, que intenta mostrar al mundo que tiene “lo que se requiere”, que se niega a exponer sus mayores debilidades, que se niega a mostrarse como realmente es.

Hemos dejado de luchar nuestras mejoras batallas, las más emocionantes, las más desafiantes y satisfactorias, a cambio de intentar validarnos como personas, a cambio de ser aceptados, a cambio de encajar en los parámetros de cordura social. Es hora de aceptarnos cómo realmente somos: una masa de barro imperfecta, un desastre total, pero por sobre todo, es hora de salir y luchar la verdadera batalla. Es más fácil luchar cuando ya no tienes una imagen que cuidar, cuando ya no tienes una reputación que mantener, cuando puedes fracasar con total libertad. Ya no tienes que invertir más energía en validarte como persona, en “encontrar tu verdadero yo”, pues sabes que sólo eres una bola de barro que lucha incansablemente por un sueño que es mucho más grande que uno mismo.

No es fácil salir de las palabras y pisar el campo de batalla. Pero decidí dar un primer paso, uno pequeñito quizás, pero firme. Tomé un curso de oratoria y frente a mi clase pronuncié el siguiente discurso:

La miré fijamente. Sus ojos me devolvieron la mirada con dulzura, como adivinando que estaba apunto de declararle mi amor. Sabía muy bien lo que tenía que decirle, lo había practicado como 100 veces frente al espejo. Sin embargo, justo cuando estaba apunto de decirle la primera palabra sucedió lo que más temía. Una vez más volví a recibir una mala pasada por parte de LA TARTAMUDEZ.

Se estima que alrededor del 1% de la población mundial sufre algún tipo de tartamudez. Durante muchos años se han llevado a cabo una serie de estudios científicos y psicológicos para poder determinar cuál es su origen, pero ninguno de estos pudo dar una respuesta con certeza y confiabilidad. Aún sigue siendo un acertijo sin resolver.

Se suele comparar a la tartamudez con un iceberg. Un iceberg es un gran témpano de hielo, del cual sólo podemos ver una pequeña porción, y la mayor parte se encuentra oculta bajo el mar. De igual forma, la tartamudez viene a ser la parte visible, lo que la gente puede percibir, sin embargo, esta es la parte mas pequeña del problema, ya que por debajo se esconden una serie sentimientos: miedo, vergüenza, culpabilidad, frustración, y muchos otros.

Durante el siglo pasado se hicieron muchos esfuerzos para encontrar una cura a la tartamudez. Se formularon una serie de terapias, muchas de ellas ortodoxas, y algunas, incluso, irracionales e inhumanas. Muchos tartamudos, con la esperanza de ser curados, fueron sometidos a tratamientos crueles como injerir ácidos que destrozaron sus cuerdas vocales, molestosos implantes en el rostro, o incluso cirugías en las cuales cortaban partes del sistema encargado del habla.

Sin embargo, en estos últimos años, se ha dado un giro total en cuanto a la forma de ver a la tartamudez. Cuando aún era niño, Van Riper se juró a sí mismo encontrar la cura a su horrorosa tartamudez. Luego de una incansable búsqueda, de probar incontables terapias y de asistir a un montón de colegios para tartamudos, Van Riper llegó a la conclusión de que no existe una cura definitiva. Fue entonces que inició una nueva forma de terapia, una terapia que no que consiste en aprender a hablar, sino en aprender a tartamudear, a tartamudear con soltura, sin ninguna culpabilidad. A no pretender ser alguien que no eres, sino salir al mundo y reconocerte, con alegría, como tartamudo.

Fue entonces que un montón de personas empezaron a salir de la oscuridad para mostrarse al mundo como quienes verdaderamente son, enfrentando los miedos con valentía, con gozo. Algunos decidieron buscar un trabajo en el cual tienen que hablar bastante, algunos se hicieron profesores, y otros decidimos tomar un curso de oratoria en Sal y Luz. La premisa es siempre la misma, ya no ocultar quienes somos, sino decirle al mundo: “SOY TARTAMUDO”. No se trata de resignación. Todo lo contrario, se trata del primer paso hacía una necesaria libertad.

Finalmente, si tienes algún amigo tartamudo, puedes hacer mucho por él. Apóyalo incondicionalmente. Jamás te burles por su forma de hablar. Cuando esté hablando mírale a los ojos con tranquilidad, no desvíes la mirada ni hagas gestos extraños. Jamás completes las palabras por él, deja que él las termine por su propia cuenta. Tampoco le pidas que se relaje o que respire, tan solo actúa con normalidad. De seguro que encontrarás en él una gran amistad.

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