En mi peor momento

Sus ojos eran como miel. La ternura de su mirada penetraba todo mi ser. Su sonrisa, siempre presente, brillaba como el sol de madrugada. Siempre alegre. Siempre radiante. Su presencia iluminaba cualquier lugar. Su gozo contagiaba y alegraba al más aburrido. Su carisma despertaban ganas de vivir. Cada vez que reía se dibujaban unas arruguitas al rededor de sus ojos que la hacían ver aún mas bonita. Estaba totalmente enamorado de ella.

Nuestra amistad era muy bonita, llena de vida y apoyo. Con pocas personas pude expresarme con tanta sinceridad y libertad como con ella. Su amor y pasión por Dios me impactaron. Me llevaron a buscar más a Dios, a conocerlo mejor, a enamorarme más de Él.

Pronto supe que todo era parte de un plan Divino, que Dios la puso ahí con un propósito. También supe que ella sería la persona con quien pasaría el resto de mis días, con quién me casaría, y juntos seríamos uno en Dios. Todo estaba claro, tenía todas las señales. Ah, fueron días muy lindos, días llenos de ilusión.

Acordamos para cenar juntos. Me puse mi mejor vestimenta, sabía que sería una noche inolvidable, y así fue. «Quiero presentarte a un amigo» me dijo mientras ponía su mano sobre la espalda de aquel desconocido que la acompañaba. Aquella noche supe que ambos tenían más que una simple amistad, eran amigos con propósito. Tenían planeado ponerse de novios y casarse, pero aún estaban esperando el tiempo de Dios para formalizar. Así que de momento ellos seguían siendo amigos. Amigos con propósito.

Aquella noche llegué a casa hecho un mar de lágrimas, estaba devastado. Cerré la puerta y me deshice en lágrimas (y mocos). Lloré por horas, no encontraba consolación alguna. Veía como la belleza de mi futuro se desintegraba por completo. No entendía nada, había estado seguro de que Dios la puso en mi camino para que, juntos, vivamos el resto de nuestros días. Ahora sólo había confusión y desesperanza en mi cabeza

Hay una frase muy común entre los Cristianos. Es tan usada que ya perdió su verdadera dimensión, y hoy en día se la puede escuchar con tanta falsedad como quien dice «estoy bien, gracias» cuando en realidad está destrozado. Son muy pocos que hoy en día usan esta frase con verdadera responsabilidad y sincero temor de Dios: «Dios me dijo ….. ».

Alguien que va a la iglesia con regularidad y que tiene un círculo de amigos Cristianos, escucha tantas veces esta frase que pronto piensa que es común decirlo, que a cualquier cosa que se le viene a la mente puede anteponerle el «Dios me dijo … » cuando se lo cuenta a sus amigos Cristianos, así suena mucho mas espiritual y místico. Frases como «y entonces Dios me dijo: levántate varón fuerte y esforzado, yo estoy contigo, no es con tu fuerza sino con mi Espíritu» recibe muchos “Amén” en la iglesia, pero… ¿en verdad Dios le dijo eso o sólo se le vino a la mente un versículo bíblico que le enseñaron en la escuela dominical? Yo también usé esta frase (y algunas de sus muchas variaciones) en incontables ocasiones y con mucha irresponsabilidad, diciendo frases bonitas, espirituales o buenos deseos, pero que en realidad Dios no había dicho en lo absoluto, sino que salían de mi, de mis buenas intenciones.

Durante mucho tiempo me pregunté cómo es cuando Dios en verdad te habla. Cómo se escucha? Cómo se siente? Cómo sabes que fue Él? Cómo sabes que en realidad no estas delirando o bordeando la locura? Aquella noche lo supe por primera vez. Aquella noche, después de llorar por horas, con los ojos hinchados, casi sin poder respirar, acompañado de un basurero con cantidades industriales de papel lleno de moco, justo en mi peor momento supe lo que es oír la voz de Dios.

También entendí el significado de aquella otra trillada frase que hasta ese entonces usaba sin sentido alguno: «y sentí el abrazo de Dios». Que lindo fue saber que, cuando estamos con Dios, Él cuida de nosotros como un Padre, que su voluntad jamás deja corazones rotos, que Él tiene lo mejor para quienes le buscan. Que maravilloso fue sentir su presencia. No hay palabras.

Tendemos a pensar que Dios está con aquellos que siempre andan sonriendo, que tienen toda su vida en orden y sin sufrimiento. Sin embargo, Jesús dijo que Él no vino por los que están sanos, sino por aquellos que están enfermos. Su pasión está en aquellos que ya no pueden dar un paso más, que tienen la vida destruida, que sienten que los últimos bocados de fuerza y esperanza se perdieron hace tiempo atrás. No es una linda sonrisa lo que conmueve a Dios, sino un espíritu desconsolado, desesperado, necesitado hasta los huesos de su Papá.

Jesús comenzó su ministerio público diciendo «Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación». Cuando estamos desconsolados, caídos, derrotados, incapaces de dar un paso mas, es cuando estamos mas cerquita de recibir el favor de Dios, mas cerquita de su presencia. Él mismo dijo que no puede ignorar el clamor de alguien que está afligido. Es en medio de las lágrimas que conocemos al Dios consolador.

Al día siguiente fui al trabajo con los ojos rojos e hinchados, apenas podía ver. Pero en mi mente tenía un solo pensamiento “Dios, estoy dispuesto a llegar todos los días a mi casa con el corazón totalmente destrozado sólo para volver a tenerte tan cerca como anoche”. Mientras caminaba sentía que no pisaba el suelo, sino que flotaba, y estaba ansioso de que la jornada termine pronto y sea de noche nuevamente, sólo para volver a estar con mi Papá.

Amor de Padre

Durante toda mi niñez sólo vi llorar a mi papá en dos ocasiones. Y, en ambas me sentí culpable.

La primera vez tenía cinco años. Para ese entonces creía que un hombre tan fuerte como mi papá era incapaz de llorar. Peor aún por una simple úlcera. Eso tendría que ser como un cosquilleo para alguien tan valiente como mi papá.

Yo iba en el asiento trasero del auto, armando un berrinche tremendo porque me llevaban a una reunión a la cual no quería ir. No quería estar rodeado de adultos aburridos que no sabían jugar con muñequitos de G.I. Joe. Mi mamá, que iba de copiloto, me apoyó en mi súplica. Creo que ella tampoco quería ir. Mi papá iba manejando en silencio, como ignorando mis griteríos. Ya hace minutos atrás había dicho «tienes que ir» y eso para él era suficiente, no suele repetir las cosas más de una vez.

De pronto paró el auto. Apagó el motor. Yo esperaba que se de la vuelta y me vuelva a decir «vas a ir y punto», yo me preparaba para responderle aún con más fuerza «pero no quiero ir». Sin embargo, se quedó en silencio por unos diez segundos, que parecieron como dos minutos. De pronto soltó un sollozo y se llevó la mano al rostro para limpiarse la primera lágrima que dejaba caer. La primera que yo jamás vi rodar por su rostro. No entendía nada de lo que estaba sucediendo, mi papá no podía estar llorando, y menos aún por la sencilla razón de que yo no quería ir a su aburrida reunión. Fue un momento muy intenso en la vida de un niño. En mi rostro también habían lágrimas, pero las mías eran muy forzadas, sacadas con mucho esfuerzo para hacer sentir a mis papás culpables por llevar a un pobre niño a un lugar donde no pertenecía. En cambio las pocas lágrimas en el rostro de mi papá eran reales. En medio de lágrimas dijo «ya no aguanto ésta úlcera, me está destrozando, y de paso ustedes no dejan de hacerme renegar». Pero no lo dijo con enojo, sino mas bien con dolor, como alguien quejándose ante su psicólogo. Se bajó del auto y se fue llorando. Mi mamá tuvo que tomar el control del auto. Ya no recuerdo a dónde me llevó, tampoco importaba. Yo no podía quitarme de la cabeza las lágrimas de mi papá.

La segunda vez fue cuando ya tenía 12 años. Y jamás había entendido la profundidad de aquellas lágrimas hasta hace un par de meses atrás.

– Te aconsejo que leas este libro, es muy bueno – me dijo una amiga mientras sacaba un libro de los muchos que había en su estante. No estaba muy interesado en leerlo, el título no sonaba muy interesante y ya llevaba leyendo otro buen libro y tenía otros en cola esperando. Pero no quise ser descortés y lo acepté, sin ninguna intención de leerlo.

Como era de esperar, el libro estuvo encajonado por un tiempo junto a otros libros. Un día, mientras ordenaba mi cuarto saque mis libros y me olvidé guardar este libro. Se quedó junto a mi computadora por un par de semanas, sin que yo me molestara en guardarlo o por lo menos ojearlo. Estaba ahí como estaría una lámpara o un adorno. Un día por fin me lancé a hacer lo que debí haber hecho hace dos semanas atrás: guardarlo en el cajón junto a los otros libros. Mientras lo hacía le di una ojeada a la contra tapa, luego al prefacio, luego… no pude parar hasta terminarlo.

Jamás un libro había despertado tantos sentimientos en mi. Reí a carcajadas, lloré, me enojé muchísimo, lancé el libro con frustración contra las paredes en mas de una ocasión. Cada página era intensa y me llevaba a encontrar heridas ocultas en lo profundo de mi.

Inmerso en aquellas páginas recordé aquella segunda vez que vi llorar a mi papá. Habíamos estado jugando con mi hermana, o peleando, que en aquel entonces era lo mismo. Y claro, dejamos la casa hecha un desorden total. Mi mamá, al ver el resultado de nuestros juegos en su living, explotó. Quizás acababa de ordenarlo y no lo habíamos notado, nunca lo hacíamos. Empezó a reñirnos, a tirar todo, estaba muy enojada. Mi papá intervino en el asunto y se armó una pelea grande entre ellos. Con mi hermana nos sentíamos culpables de todo. Pensábamos que nuestro desorden era el origen de la pelea que estaban teniendo nuestros papás.

Horas después estábamos con mi hermana hablando. En realidad no hablábamos mucho más que «ha sido nuestra culpa…» y tratábamos de consolarnos mutuamente. Mis papás entraron a la habitación: «Queremos hablar con ustedes» nos dijeron. Fue el clásico discurso para una situación como la que estaban atravesando: «Las cosas no están bien entre tu mamá y yo, y hemos visto que lo mejor es separarnos. No es por su culpa, sino que lo hacemos por su bien, para que no tengan que ver ésta situación otra vez. No es por su culpa». Con mi hermana no nos quitábamos la idea de que era nuestra culpa, pero mis papás insistían en que el desorden de hoy no tenía nada que ver.

Mi papá se acercó a despedirse de mi hermana, le dio un beso mientras ella lloraba. Luego se acercó a mí. Vino por detrás y me dijo «chau hijito» mientras intentaba abrazarme. Moví el hombro negando su abrazo. Un gesto que parecía “no te acerques, estoy enojado contigo” pero que en realidad significaba “no te vayas, no me dejes”. Mi papá entendió lo primero y salió de la habitación llorando. Era la segunda vez que lo veía llorar y era mil veces mas intensa y profunda que la primera. Corrí tras él. Lo abracé. Me abrazó. Lloramos juntos. Aquella noche ocupó el sillón del living. Las próximas siete noches durmió en un colchón en mi cuarto para finalmente volver a su cuarto con mi mamá.

Mientras leía aquél libro y recordaba este episodio pude entender un poquito mejor lo que había tras aquellas lágrimas. Eran las lágrimas de alguien, que pasando por una situación devastadora, se acerca a la personita que más ama, a su hijo, y se encuentra con la respuesta de “no te acerques, no me sirves, eres un desastre como padre”. Ah, eso debe doler mas que nada, sentir que tu hijo te rechaza cuando tu buscas un último abrazo en él. Años después me dijo «te amo con todo mi corazón hijo, si alguna vez pensé en irme, ese mismo momento recapacité y no pude hacerlo, no pude alejarme de ustedes, son mi mayor tesoro, lo que más amo».

En 1997 vi en vivo una de las acciones militares mas espectaculares de la historia: La Operación Chavín de Huántar. Las fuerzas armadas de Perú, al mando de Fujimori, irrumpieron la residencia del embajador de Japón, donde se encontraban 72 rehenes. Tras ser liberado, uno de los rehenes comentaba que en los 125 días de secuestro entablaron cierta relación con los secuestradores. Uno de ellos le contó que muchas veces secuestran a miembros de familias adineradas para pedir rescates millonarios y así financiar sus acciones. Pero, siempre secuestran a los hijos, y no así a los padres. «La razón es sencilla – le dijo – un hijo no siempre paga el rescate por su padre, sino incluso a veces prefiere que muera para así quedarse con la millonaria indemnización del seguro de vida. En cambio, un padre siempre lo da todo por su hijo».

En cierta ocasión Jesús dijo «qué padre le da a su hijo una piedra cuando éste le pide pan? Si un padre, que es pecador, da buenas cosas a su hijo, cuánto más su Padre celestial dará buenas cosas a quien le pide?». Si mi papá, que es humano y pecador, se conmueve hasta las lágrimas al ser rechazado por su hijo de 12 años, cómo se sentirá mi Papá celestial cuando yo le rechazo? Cuándo yo, aún conociéndolo, decido ignorarlo y tomar el camino de desobediencia? Cuando Él se acerca para brindarme un abrazo y yo muevo el hombro en rechazo? Cómo se sentirá aquél que, con mucho entusiasmo y amor, dio su vida para finalmente estar conmigo y yo, ignorando por completo el precio de su amor por mi, decido voltear la mirada a otro lado? Wow, pocas cosas deben doler mas que eso.